viernes, 9 de abril de 2010

Exposiciones

Isidoro, ese era su nombre y Juan y María eran los de sus padres. Unos verdaderos entusiastas del arte. Los progenitores de Isidoro lo llevaban a todas aquellas exposiciones artísticas o culturales que tenían lugar en la ciudad, y cuando digo a todas, es a todas. El niño parecía un auténtico crítico de arte.

La exposición de aquel día iba sobre un maestro de los bodegones. Juan y María llevaban en su manos sendos catálogos donde se recogían algunos datos interesantes sobre el artista, Ignacio Malarraya, y las obras expuestas. Isidoro me llevaba a mí.

El lugar estaba concurrido, no sé si por el talento de Malarraya o por el copioso pica pica que deambulaba sobre las bandejas a manos de impolutos camareros. A los visitantes, de tanto comer y de tanto opinar sobre lo que veían, se les secaba el gaznate y por eso, otros inmaculados camareros saciaban sus bocas con abundante cava. Total que, después de una hora de arte, uno no sabía que estaba viendo... una obra pictórica o bien el estuco blanco de la pared.

Mientras Juan y María hablaban sobre lo divino y lo humano, Isidoro cerca de ellos los esperaba pacientemente en una silla leyendo un divertido y ameno libro de Piratas. En un momento de aburrimiento, Isidoro se fijó en Evarista, una señora de pelo blanco, arreglada hasta decir basta, que se desplazaba a paso ligero por la sala. Su rostro reflejaba una lucha interna, lo cuál llamó más la atención del niño. En seguida se dio cuenta lo que le sucedía a la dama de alto copete. Sufría incontinencia urinaria.

Isidoro rompió a reir descontroladamente al ver la situación y para hacer partícipes de su descubrimiento a todos los asistentes señaló con el dedo a la desdichada mujer. Evarista descubierta corrió y corrió hasta los urinarios dejando todo un rastro algo evidente. Gracias a la eficiencia de los servicios de limpieza del local, el incidente fue borrado rápidamente aunque no las sonrisas que siguieron dibujándose en algunas caras.

Juan y María, para variar, no compraron nada ese día. Cogieron a su niño y abandonaron la exposición. De hecho, Malarraya no vendió mucho, sólo un cuadro que adquirió Evarista, no adivino si por gusto o por compromiso.

El hecho es que dos calles más allá de la muestra artística habían unos maestros callejeros del pincel, bote y brocha pintando una pared gris de hormigón. Éstos se refrescaban la garganta con cerveza latera. Los dibujos tenían verdadera gracia. Y he aquí que Juan, María e Isidoro fueron testigos de lo poco comprendido que era el arte, ya que una brigada policial corría tras los anónimos artistas que, alertados, pusieron pies en polvorosa.

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