sábado, 20 de marzo de 2010

Iván, el indigente

Una mañana cuando estaba en recepción fui testigo de algo inusual. Todo empezó cuando Iván, un indigente, de mediana edad entró en la biblioteca con paso dubitativo. Su vestimenta era algo desharrapada y, en general, poco aseada.

Iván dirigió sus pasos hacia la sala de lecturas poblada por revistas, periódicos y personas de la tercera edad. Los lectores habituales dirigieron instintivamente sus miradas hacia el recién llegado. Las habían desagradables, curiosas, indiferentes, sorpresivas, extrañas... lo que se acentuó más cuando el indigente cogió una publicación titulada "El Gourmet. La revista del buen gusto y las buenas maneras".

Iván se sentó en una cómoda butaca situada en una zona soleada. Al lado del inusitado lector estaba Gertrudis, una señora oronda que respiraba entrecortadamente. Al poco rato, la respiración se tornó más ostentosa y su rostro se volvió más enrojecido. Le faltaba claramente el aire. Iván que la mira, se avalanza sobre ella, la estira sobre el suelo y le presiona el pecho en un visto y no visto... y la concurrencia que lo observa boquiabierta reacciona con mayúscula sorpresa. Los unos que se echan sobre Iván con claras intenciones hostiles, otros que corren en busca de los responsables de la biblioteca y los menos que, desde sus respectivas butacas, gritan socorro, auxilio como quien grita cupones para hoy.

Mientras tanto, Gertrudis pasa del rojo al morado. Iván presiona con sus dos manos el pecho de la víctima, y sobre él caen, como piedras, unos puños temblorosos que le castigan la maltrecha espalda. 

Iván, de repente cambia la presión manual por el boca a boca con pericia médica. Los responsables de la biblioteca acuden raudos y veloces al tumulto de gente canosa. Éstos que se separan. Iván que se aparta de Gertrudis y ésta que empieza a respirar y recuperar color. Todos sorprendidos, son testigos de algo que ha sucedido en breve espacio de tiempo. El indigente, extenuado por el esfuerzo, mira a su alrededor y exclama "tranquilos todos, soy médico".

martes, 16 de marzo de 2010

Gotitas

Una casa no son simples paredes, cada una de ellas tiene su propia personalidad e intrínsecamente ligadas a quienes las habitan. las hay pequeñas, las hay grandes, también clásicas o modernas, ostentosas o austeras, en definitiva, infinidad de estilos.

En cuanto a las familias se podría decir lo mismo, las hay de muchos tipos. Sin ir más lejos, recuerdo una familia compuesta por dos abuelos, Serafín y Amalia, y un niño de 9 años llamado Rodolfo.

A este niño tímido le encantaba que sus abuelos le leyeran un cuento de piratas antes de ir a dormir, de esa manera, Rodolfo disparaba su imaginación recreando los ataques de los malvados filibusteros en las bravas agua del mar.

Un día cortaron el agua del edificio de Serafín y Amalia por trabajos de mantenimiento rutinarios. Los vecinos de arriba se fueron, con tan mala suerte, que dejaron abierto un grifo. Cuando se restableció el servicio, al rato empezó a filtrarse humedades por el techo del comedor. Ni los abuelos ni, por supuesto, Rodolfo se dieron cuenta.

El desastre se desencadenó mientras Serafín, Amalia y Rodolfo estaban degustando una sabrosa sopa de pescado, absortos cada uno en sus pensamientos y ajenos a lo que se les venía encima. En el comedor había una gran y antigua lámpara que colgaba del techo ahora apagada. De repente, por la lámpara empieza a caer agua tímidamente, más tarde el goteo se intensifica. Nadie se da cuenta. Serafín lleva más tiempo de lo normal comiendo sopa y todavía no ve el fondo del plato, Amalia mira la televisión ensimismada y Rodolfo me curiosea sin más.

Se oye un crujido, los tres miran arriba con cara boba,luego de susto mayúsculo. Cae pintura descascarillada, agua y más agua. Rodolfo se imagina las aguas bravas del mar de piratas y sonríe mientras el plato de sopa del abuelo se vuelve a llenar.

Los abuelos salen corriendo al rellano y allí, precisamente, se encuentran con los vecinos de arriba. Amalia grita:¡agua!, ¡agua! y Serafín al unísono increpa a sus vecinos "¡Cerradla!, ¡cerradla!"

Al poco el agua deja de filtrarse. Serafín, todavía nervioso, llama al seguro y poco a poco todo vuelve a la normalidad.


Al final del día, Amalia le cuenta a Rodolfo la resabida historia de piratas como todos los días... bueno, como todos los días no porque es Amalia y no Rodolfo quien se duerme conmigo en el regazo.

domingo, 14 de marzo de 2010

El colgado, los ancianos y los turistas de la Sagrada Familia

Cerca de la biblioteca está la Sagrada Familia, abarrotada de turistas de todo tipo y color. Japoneses con sus sofisticadas cámaras y trípodes; nórdicos en pantalón corto y mangas de camiseta, aún cuando la temperatura ambiental no es la más idónea para ir con semejante vestimenta; por no mencionar los colorados alemanes, altos y corpulentos, o los ancianos que van en tropel al asalto de monumentos de turno, curioseando nerviosamente todo lo que encuentran y hablando a gritos.

Un día al pasar por delante de la Sagrada Familia de la mano de un niño y ante tan fenómena y variopinta concurrencia, un joven decidió descolgarse con una pancarta reivindicativa de una de las grúas del monumento de Gaudí.

Un alboroto sin igual se despertó entre el respetable.

Una anciana que grita: "Ozú! Que espanto, qué vertigo". 

Otra le responde: ¿Qué dice? No a qué...¡Virgen del amor hermoso!

Eustaquio, uno de los ancianos del grupo de la tercera edad, que no quiere perderse la comida pactada en la excursión organizada, grita: "Ay madre, que el "chalao" éste nos va a hacer ir malamente". Al tiempo que mira a un alemán de metro noventa y le pide que llame a la policía, a los bomberos y a los GEOS si hace falta. Todo para no perder su ágape.

Los extranjeros que no dejan de sonreír y de asombrarse ante tamaño espectáculo, el de arriba y el de abajo y que además no entienden una palabra, alternan la vista entre el joven colgado en las alturas y los ancianos que se hacen oír a 200 metros a la redonda.

Llega la policía, ambulancias y demás servicios de socorro y rescate; unos para detener al joven aventurero y los otros para sumarse al grupo de curiosos y al circo que se ha montado. Al rato, el joven desiste de su actitud y es conducido a comisaría.

Elduvigis, otra de las ancianas que de tanto mirar hacia arriba, comienza a padecer de cervicales y gimotea: "Ay Dios mío, que se me va la cabeza, que se me va". Los operarios de la ambulancia acuden prestos a socorrerla y al vuelo la cogen y la tienden en una camilla que vuela hacia la ambulancia y en un santiamén en el hospital están Elduvigis, Eustaquio y el resto de ancianos. "Ya está bien por hoy-dice Filomeno resignado, uno de los ancianos del grupo- ya está bien".
 
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