lunes, 10 de mayo de 2010

La lechería

"Los tres cerditos" se fueron a la lechería, así se podría resumir el relato que me contó mi amigo cuando volvió de su última salida de la biblioteca. Mi amigo fue seleccionado para viajar en el bibliobús junto con otros libros, revistas, cd´s, etc. 

Un bibliobús es un autobús peculiar donde en lugar de asientos encuentras estanterías llenas de libros. Es una biblioteca con ruedas que se desplaza, por los pueblos que no disponen de biblioteca propia, con la misión de de prestar material cultural a todos aquellos que se acercan e interesan por la cultura en general.

Mi amigo "Los tres cerditos" empezó el relato tal como sigue... "En un villorrio rodeado de montañas vive Abel, un niño de 7 años, que le gustan mucho los animales. Tanto le agradan que en su casa hay vacas, un caballo y un potro: "Negrita" y "Valiente". 

Vive en una granja que regentan sus padres, Arturo y Nerea y, muy de vez en cuando, Abel ayuda a su padre en las labores de la hacienda. La verdad es que se queda fascinado cuando Arturo conecta las mangueras a las ubres de las vacas y extrae litros y litros de leche de las reses.

En la granja tienen una vaca llamada "Margarita" que estaba embarazada y a punto de dar a luz. Por eso, no le quitaban los ojos de encima. Arturo había dejado separada del resto de animales a la vaca encinta, cosa normal en esos casos. La había dejado frente a "Negrita" y "Valiente".

Arturo le dijo a su hijo que acompañara a "Margarita" y que le avisará tan pronto llegara el momento del parto. Abel así lo hizo. El niño alternaba la vista entre la vaca y yo, "Los tres cerditos". No hay problema alguno.

Abel, en un momento de la espera juguetea con los caballos. De repente, "Margarita" muge y empieza el parto. Abel que se asusta, sale corriendo en busca de su padre con tan mala suerte que deja el portal de los caballos abierto. Éstos se exaltan y huyen al galope adentrándose en el bosque. En un momento, se ha pintado todo un cuadro. La vaca con el ternero pidiendo paso y los caballos "Negrita" y "Valiente" en paradero desconocido.

Arturo, Nerea y Abel se personan en auxilio de "Margarita". El padre mete las manos, los brazos y hasta los antebrazos en la sufrida res, buscando al ternero estresado. Al fin salvan, de manera fenomenal, a la vaca y el ternero recién nacido que recibe el nombre de "Asustado".

Tras el parto, urge el rescate de "Negrita" y "Valiente", los dos caballos fugados. Padre e hijo salen a la búsqueda. Tardan horas y horas. Suena el móvil de Arturo, al otro lado de la línea suena la voz exasperada de Arsenio, un vecino del villorrio, avisando que "Negrita" y "Valiente" están devorando tan ricamente los brotes tiernos de su plantación de zanahorias.

Una vez tranquilo y compensado económicamente del destrozo el pobre Ambrosio, padre e hijo vuelven a casa. Arturo a lomos del "Negrita" y Abel sobre el potro "Valiente".

De esa manera mi amigo "Los tres cerditos" acaba su relato de cómo fue a parar a una lechería, lejos, muy lejos de la gran ciudad.

sábado, 1 de mayo de 2010

El gimnasio

Tiempo antes de que llegue el verano, los gimnasios empiezan a llenarse de entusiastas deportistas que movidos por el afán de recuperar su buena forma, abarrotan las salas de máquinas y demás instalaciones.

Como muchos padres que desean inculcar a sus hijos buenos hábitos, Liberto, de 38 años, quería llevar por primera vez a su hijo Adrián, de 6, al gimnasio. Además, Liberto ansiaba recuperar una costumbre que había dejado abandonada, tras el nacimiento de su querido hijo, por lo que su estómago asomaba ciertamente por debajo de la camisa.

Liberto hablaba una y mil veces a Adrián sobre los innumerables beneficios de del deporte en el ser humano. El pequeño escuchaba las palabras de su progenitor maravillado e ilusionado.

Otra de las aficiones de Liberto era leer. Leía en todas partes y claro, Adrián también lo hacía. 

El día señalado había llegado. Padre e hijo cargados con sendas bolsas deportivas iniciaron el camino hacia el gimnasio. Lo llevaban todo, incluidos dos libros. Sí, dos libros. Uno para el padre y otro para el hijo. Liberto eligió "Crimen y castigo" y Adrián me escogió a mí, libro pirata. El leer en los gimnasios resulta ser una actividad algo extendida entre los deportistas de ciudad, supongo por aquello de aprovechar el tiempo al máximo, aunque yo tengo ciertas dudas sobre su practicidad.

Pues bien, Liberto y Adrián ya están cambiados y listos para ejercitarse. Con una toalla pequeña en una mano y un libro en la otra. El padre recuerda a su hijo sobre la conveniencia de calentar los músculos antes de realizar ejercicio continuado. El niño confirma con la cabeza y su voz de pito: "Sí papá".

Tras diez minutos de bicicleta estática, el niño está como una rosa, leyéndome y sin denotar cansancio. En cambio, Liberto chorrea sudor por todos los rincones de su cuerpo. Con voz entrecortada anúncia a su hijo que ya está bien de calentamiento y que, por favor, le acompañe a otra máquina. 

"¿Te gusta Adrián?" - pregunta Liberto.
- "Sí papá. ¿Estás cansado papá?, Te veo muy colorado papá, ¿Quieres que volvamos a casa?, papá" - dice y pregunta el niño que mira asombrado la pinta que tiene su padre. Liberto, herido en su autoestima, responde con un "No hijo, no... papá no está cansado. Vamos a correr en la cinta".

Padre e hijo ya están sobre sus correspondientes cintas. Una al lado de la otra. Liberto orgulloso explica a Adrián el funcionamiento de cada botón. El problema es que el niño no alcanza a ver los botones por que están muy altos y aquella máquina, con tantas luces parpadeantes, parece una nave espacial.

Tras la explicación de su padre, Adrián tiene una sola duda: "Y si quiero parar...¿dónde aprieto?" "El botón rojo, botón rojo y grande, hijo" - responde el progenitor.

El niño que si corre no lee, me deja junto a su pequeña toalla y Adrián corre, corre a una velocidad moderada y controlada para su edad. Liberto... es otra historia. Recordando viejos tiempos, se emociona y empieza a acelerar el paso paulatinamente, aumenta la velocidad de la cinta y la congestión del deportista. De tanto utilizar la toalla, ésta ya está mojada y abandonada sobre los mandos de la máquina que, para más inri, se ocultan tras el libro abierto de "Crimen y Castigo" que pretende leer Liberto. Adrián, mudo, alterna su mirada entre su padre, hecho trizas, y la máquina que castiga sin parar las piernas del adulto.

Adrián y Liberto ya llevan 15 minutos corriendo sin parar. Uno más despacio y relajado y el otro más acelerado y tensionado. Adrián quiere preguntar y apunta un "Papá..." Liberto que hace tiempo que le falta aire y coordinación, mira a su hijo perdiendo el control. Sale despedido hacía atrás a tal velocidad que, en un visto y no visto, queda tirado, plegado y hecho un ocho.

Los responsables del gimnasio acuden a socorrer al accidentado y experimentado deportista, parando la atareada cinta y ayudándolo a incorporarse de nuevo. ¡Ay!, ¡ay! - exclama Liberto - No pasa nada, no pasa nada. Estoy bien, estoy bien - manifiesta en voz alta.

Adrián, tras el susto y ver que a su padre no le ha sucedido nada grave, no aguanta más la risa y se desternilla sin control. "Parecías el Buzz LightYear papá yendo hacia las estrellas y más allá". Liberto, está rojo, no se sabesi por el esfuerzo o por el bochorno pasado.

Padre e hijo abandonan el gimnasio, uno cansado y el otro destrozado. Vuelven a casa mientras Adrián dice a su padre "No ha estado mal para ser el primer día". Liberto sólo puede contestar, con cara de resignación y magullado, "no hijo. No ha estado mal".

domingo, 25 de abril de 2010

El cine

Las sesiones matinales de cine, pensadas para los más pequeños, son aprovechadas por padres y algunos abuelos "activos" para darles alguna alegría a los niños y niñas que, con gran ilusión, esperan ver la película esperada.

Pues bien, Rodolfo y su padre Sebastián aguardaban entrar al cine haciendo una cola descomunal. Una fila compuesta por niños alborotados y nerviosos correteando alrededor de sus progenitores pacientes, resignados y mareados de tanto avisar y trajinar.

El momento se acerca y el responsable se aproxima para abrir las puertas. La tensión se palpa en el ambiente. Los padres miran la taquilla y los niños las palomitas dulces y saladas como saltan de la máquina sin cesar. El lleno va a ser absoluto, está claro. Por los altavoces del local se avisa que la proyección va a ser tridimensional. Agustín, uno de los niños, pregunta a su abuelo "¿qué es tridimensional?" y éste, que no sabe qué responder, lo observa con cara ignorante.

Ya entran los espectadores y aquello se convierte en una lucha constante de los padres por mantener el control de sus pequeños, mientras sostienen como pueden, entradas, palomitas, refrescos y gominolas de rigor.

Rodolfo y Sebastián, tras dos grandes colas realizadas, esperan en una tercera donde dos agobiados trabajadores reparten unas gafas negras muy monas por doquier. Agustín, el niño preguntón, interroga a su abuelo el porqué de las lentes y, Ricardo se queda sin palabras una vez más.

La sala se llena en un santiamén. Los niños y niñas botan sobre las sufridas butacas, devoran palomitas y dan fin al refresco tamaño familiar mientras los padres critican la actitud de los hijos ajenos olvidando que, su querido niño, golpea sin descanso la butaca delantera.

Se apagan las luces y un grito general se dispara en la sala. Empieza "Alicia en el País de las Maravillas" tridimensional y todos, padres y niños, asombrados ven a los personajes a su alrededor. De repente, un niño se asusta y grita produciendo un "choque en cadena". Susana, la niña de delante le saltan las palomitas cayendo parte del bol sobre Pascual y su destapado refresco. Éste lleno de rabia golpea la butaca del abuelo Ricardo que, sólo llega a exclamar con voz ahogada "¡¡niño!! mis riñones".

Avanza la película sin más incidentes que destacar hasta que entra y sale de la pantalla un dragón con malas pulgas. Rodolfo, me sostiene en sus manos tapándole su rostro temeroso como si yo, libro pirata, fuera un escudo protector. Los niños, a esas alturas de la película, ya están traumatizados y asustados para unas cuantas horas y lloran a moco tendido. Está claro que no les ha gustado "Alicia en el País de las Maravillas".

Llega el esperado fin. Los niños huyen a todo correr y los padres van tras ellos, intentando calmar los ánimos como pueden. Un altavoz avisa: Por favor, depositen las gafas en lo lugares indicados, gracias". "Encima eso" - piensa Sebastián.

Agustín ya no pregunta más, se ha quedado sin palabras. Su abuelo Ricardo que, todavía siente la patada en sus doloridos riñones, reflexiona "Vaya con el cine moderno... yo no vuelvo más".

sábado, 24 de abril de 2010

Hipocondría


Estar enfermo siempre es un follón, un lío y una complicación... pero si encima de eso, resulta que es producto de la imaginación, realmente es un quebradero de cabeza para los que conviven con esa persona, y para el enfermo resulta una angustia y un temor enorme.

Antonio tenía 11 años, era un lector empedernido, de carácter tímido, nervioso y de complexión fuerte. Le apasionaba todo lo relacionado con el mar, ya sean las especies marinas, las embarcaciones, los bucaneros, marineros, piratas, pescadores, cazadores de tesoros... todo aquello que se movía por el mar le interesaba. Supongo que por esa afición no se separaba de mí y cada instante me leía con fruición. 

Por su carácter tímido era remiso en el trato social y, por ello, sus horas solitarias las pasaba ante su pantalla de ordenador desarrollando una habilidad prodigiosa en el uso de internet. Todo lo consultaba en la red, era un verdadero "surfer".

En los hospitales de la zona, a Antonio, a pesar de su temprana edad, ya le conocían muy bien, pero no por las enfermedades que padeciera sino por que era un hipocondríaco nato. Sus padres, León y Laura, iban con el corazón en la boca por su niño. Si no era por unos granos era por algo en la pierna y sino por cualquier cosa todavía más insignificante.

Un sábado, Antonio se levantó de la cama con cierto malestar en el vientre y así, lo comunicó a su atareada madre que estaba preparando el desayuno de la familia. Dos cruasanes y café para su marido León; un bocadillo de mortadela y un tazón de leche con cacao para su hijo Antonio y, finalmente, un cortado con sacarina para ella.

Laura no hizo mucho caso a su hijo ya que estaba más que acostumbrada a salir corriendo a urgencias por nada. Antonio, ni corto ni perezoso, volvió a su habitación donde se conectó a internet en busca de sintomas que explicaran el motivo de su dolor de barriga. Consultó el médico en casa.com, qué me pasa doctor.com, es grave.com y un largo etcétera de .com. El resultado fue de esperar. El miedo se acrecentó cada vez más en el interior de Antonio ya que su mente concluyó que lo suyo era una dolencia muy grave y digna de salir a la carrera.

Sus padres ya estaban sentados alrededor de la mesa y Laura reclamaba la presencia de su hijo con un "Antonio!, la leche se enfría!!!" El niño salió de su habitación en pijama, sudoroso, colorado, con una mano en la frente y otra en su estómago, casi suplicando a sus progenitores que le llevaran al hospital por que en internet decían que los suyo era gravísimo.

El padre León rugió como un león, temiendo una enésima visita al hospital, y Laura, perpleja, intentaba calmar a uno y a otro. Diez minutos después, los tres iban a bordo de un utilitario a toda velocidad y el desayuno, pues quedó prácticamente intacto, frío y solitario encima de la mesa.

Llegaron por fin al hospital "Nuestra Señora del Milagro" donde un amable y ya conocido doctor, llamado Sánchez Ambrosio, visitó al paciente. "¿Qué te sucede esta vez Antonio? - preguntó el médico. Y por respuesta, Antonio le explicó que le dolía el bajo vientre, con punzadas cada tres minutos, le dolía la cabeza y que tenía frío en pies y manos... y que a pesar de que no tenía fiebre y no había devuelto creia que tenía apendicitis.

El doctor Sánchez Ambrosio, alucinado por la explicación técnica dada por el pequeño exclamó: "Vaya!! de mayor serás médico ¿no?... o eso, o has mirado en internet los sintomas antes de venir aquí". Tras una exploración del paciente, el médico dictaminó que lo que tenía Antonio era una acumulación de gases que, con el tiempo, irían desapareciendo y que, por supuesto, era molesto pero no de vida o muerte. Sánchez Ambrosio se despidió del paciente con un "Bueno, Antonio, hasta la próxima".

En ese momento, entró otro paciente con una herida de hélice provocada por un accidente de una lancha motora lo que hizo ocuparse de nuevo al doctor. Eso sí que era grave. Antonio más tranquilo salió de la consulta médica de manos de sus padres. Éstos abochornados por la repetitiva situación vivida y con cierto enfado volvieron a su casa en busca de un par de aspirinas.

domingo, 18 de abril de 2010

La excursión

Muchas personas aguardan el fin de semana para descansar, pasear, ver a los amigos, padres, abuelos ,abandonados entre semana por falta de tiempo, otros muchos destinan esos días de asueto para visitar lugares cercanos que les permitan desconectar de su vida cotidiana y monótona. Ese fue el caso de la familia Martínez, formada por los padres Marian y Jorge, los hijos Enrique y Juan, y la abuela de nombre Marian también.

Todos ellos a bordo de un monovolumen algo sobrio pero eficaz. Para extras ya llevaban las fiambreras varias, botella de vino y diferentes refrescos, juegos de azar de todos los colores, confortables sillas de tela y la correspondiente mesa plegable, en fin... todo una completa equipación, ¡si señor!

Juan había descubierto hacía bien poco el gusto por la lectura y los padres, para incentivar esa buena afición, le habían hecho socio de la biblioteca del barrio. Es por ello, que yo libro pirata, me iba también de excursión.

Llevábamos una hora de viaje y todo iba como la seda, la abuela callada, los niños en sus cosas y los padres, tránquilos y relajados. Se anuncia por la radio retención y complicación de tránsito en la carretera. Diez minutos después, los Martínez y muchos más avanzan como tortugas hacía sus destinos. Unos a otros se miran por las ventanas y los niños se organizan carreras imaginarias.

La abuela mueve ficha y avisa "tengo que orinar". Jorge que resopla y Marian que le reprocha su actitud con una mueca sin igual. La próxima estación de servicio queda lejos e imposible de alcanzar. Jorge detiene el monovolumen y la abuela, como puede, sale a todo correr. Reemprenden el viaje algo abochornados por el espectáculo dado.

Al poco, un conductor se cruza ante Jorge que sin comprender detiene el coche. Mil palabras soeces salen del otro automóvil asaltante y la esposa, Marian, se enerva hasta no aguantar. Los niños gritan mil y una sin parar y la abuela, para arreglar, levanta el dedo sin cejar.

Al destino llegan dos horas más tarde de lo previsto ya sin decir ni mu. Todos taciturnos y enfadados. Se oye un pufff! pero nadie hace caso. "Vaya excursión me espera" - piensa Jorge - "A quién se le ocurre salir hoy" - piensa Marian - "¿Por qué hacemos excursiones? - se interrogan los niños - y para terminar la abuela reflexiona: "Ya lo decía yo... este chico, hija no te conviene".

Pasean por el lugar algo animados y contentos por haber salido del monovolumen. "¡Qué bonito!, ¡qué bonito!" - dice la esposa - ¡Qué cuestas!, ¡qué cuestas!" - refunfuña la abuela. Jorge que es una amante de la fotografía, ya lleva medio carrete gastado y eso que sólo lleva diez minutos en el pueblo. Enrique y Juan van chutando con la pelota.

Como han llegado tarde, Jorge dispone la mesa y las viandas para comer. Degustan los alimentos con la sonrisa dibujada en sus rostros y sin incidentes a destacar, a excepción, de una avispa que del festín quiere disfrutar.

Jorge dispone todo para guardar en su automóvil y una rueda ya está sin aire... pinchazo al canto. "Jorge, ¡cariño! ya te las apañarás" - expresa Marian, su querida mujer. Mientras el resto de excursionistas se adelantan para admirar una pequeña iglesia.

Ya en el lugar de culto todos juntos, la abuela quiere encender una vela y para ello una limosna debe introducir. Pide el milagro y se enciende una pantalla luminosa y tecnológica ante ella anunciando que para conseguir eso más dinero hay que meter. "Vaya,vaya... con la iglesia del pueblo que moderna se nos ha vuelto" manifiesta la abuela. Hasta 3 euros han introducido y la pantalla que no ha dejado de iluminar pidiendo más y más. Milagro concedido anuncia al final.

Alucinados salen todos con cierto aire de panoli. Llegan al coche y Jorge atolondrado informa al resto que, con tanto cargar en el monovolumen, ha dejado la rueda de repuesto en el hogar. "Tengo que llamar a una grúa para regresar, es tarde y nada hay abierto ya". De esta guisa, vuelven los cinco a casa a bordo de una grúa, con el monovolúmen detrás. La radio informa de un embotellamiento jamás soñado. "Lo que nos faltaba" - dice la estimada esposa.

jueves, 15 de abril de 2010

La playa

Cuando llega el buen tiempo muchas personas se lanzan a la calle, pasean, ocupan las plazas de pueblos y ciudades, toman apetitosos aperitivos en terrazas y bares al aire libre, llenan las playas com sombrillas de colores, transistores, toallas, libros...En definitiva, salen de sus hogares.

Por lo general, a nosotros los libros no nos gusta demasiado la playa. Nos da miedo. El agua para un libro es la muerte. Si no te mojas, te quemas por el efecto solar... es un fastidio.

Con la metereología de cara, la familia de Sergio y Alberto decidieron ir a la playa como muchas otras. Raúl y Mercedes, optaron por establecerse en un lugar entre un grupo de jóvenes y otra familia pertrechada para pasar todo un día playero. Al poco, los padres se fueron a tomar algo a un chiringuito cercano dejando a Sergio, el hermano mayor, a cargo de Alberto. Los dos tomaban el sol placenteramente... bueno, a decir verdad, con ciertas molestias ocasionadas por el grupo juvenil que escuchaba música a todo volumen.

Yo estaba en las  manos de Sergio que me leía como podía y Alberto jugaba con un libro, un tomo algo diferente resto. No podía desenganchar la vista de mi extraño compañero. Él no tenía miedo al agua, de hecho, estaba dentro de un cubo de agua salada y tan pancho que estaba. Era totalmente incomprensible para mí, hasta que logré intercambiar algunas impresiones con él.

En lo más alto de la playa, acababan de arriar la bandera verde e izar otra de color rojo. Hacía mucho calor y con tanto sofoco como hacía aquel día, Sergio y Alberto se fueron a refrescarse al agua, sin prestar mucha atención al cambio de estandarte. Los dos libros estábamos a solas, yo al sol, tostado y él al agua, mojado.

Resulta que mi empapado amigo se llamaba Tyranosaurus, Tyranosaurus Rex para más datos, y se consideraba toda una novedad. "¡Venga ya!... novedad" - exclamé- si tienes más años que matusalén, si eres prehistórico. "¡GRR, grrrrr! - gruñó molesto Tyranosaurus- soy una novedad editorial, estoy hecho con materiales innovadores que me permiten mojarme sin peligro alguno". "Pues, he visto bien pocos como tú" - le dije yo a modo de conclusión. A partir de ahí, yo seguí tostándome y el dinosaurio remojándose tan ricamente.

Al rato largo, Sergio volvía a toda prisa hacia nosotros con su hermano Alberto en brazos. El primero respiraba dificultosamente por el esfuerzo, el segundo con cara lastimera no paraba de llorar y de tocarse una pierna. Alberto había sido víctima de una medusa cuya picadura era muy molesta.

Sergio nervioso y sintiéndose responsable de su pequeño hermano le lanzó el agua salada del cubo, Tyranosaurus incluido, con claras intenciones de calmarle el dolor. La cosa no mejoró en absoluto y Sergio lloraba si cabe aún más, desesperado por la picazón. Mi novedoso colega fue a parar de bruces a la caliente arena, quedando rebozado como una croqueta.

Alrededor de los dos niños se montó un gran alborozo, asistieron jóvenes, niños y mayores. Los primeros con música, los segundos con el correspondiente bocadillo de tortilla y el pincho de aceituna, los terceros portando botellas de vinagre. Del grupo juvenil salió Luz, una joven de la Cruz Roja que precisamente tenía el día libre. Con gran pericia examinó la herida, cogió el pincho del niño regordete que miraba con ojos plateros, aplicó una cura de urgencia y para acabar roció la zona afectada de Alberto con ácido acético, o sea, vinagre en cantidades industriales. Todos miraban la situación con cara de admiración, aplausos y hurras se oyeron y Sergio y Alberto vieron en Luz, la luz a todos sus problemas.

domingo, 11 de abril de 2010

Ruedas

Al inventor de la rueda le debemos mucho. Es un artilugio que ha hecho avanzar en extremo al conjunto de la humanidad. Es un hecho indiscutible. Hoy en día vivimos rodeados de ruedas.

Belén, una gran aficionada a la bicicleta y la lectura decidió combinar sus dos devociones en un día soledado de primavera. Entró en la biblioteca para coger un buen libro... y se quedó conmigo. Después ensilló en su bicicleta "mountain-bike" con la intención de recorrer la ciudad. Ésta tiene unos carriles señalizados para el tránsito de velocípedos muy adecuados. En resumen, en muy breve espacio de tiempo, me ví dentro de un cesto atornillado al manillar. Me sentí como "ET" a todo rodar.

Belén se incorporó al tránsito de una gran avenida a una velocidad más que prudente. A lo lejos, delante de nosotros pudimos ver a un pelotón de ciclistas, al parecer muy experimentado. Todos iban en transporte facilitado por el ayuntamiento de la ciudad. Bicicletas que, a duras penas, estaban enteras. Era todo un espectáculo, de hecho, era un milagro que pedalearan coherentemente. Pues bien, en un instante, se montó un buen cirio y Belén y yo fuimos testigos de mayúsculo desaguisado.

Los ciclistas que avanzan sin parar, los viandantes que, absortos en su pensamientos y preocupaciones, no detienen sus pasos y abordan el carril bici con tesón. Suenan múltiples timbres de bicicletas, alertando de su paso y reclamando su espacio. Los ciudadanos que van a pie quedan sorprendidos y paralizados por el asalto rodado.

En la lejanía suena una ambulancia que rueda rauda y veloz por el carril bus. Un autobús, movido por gas ecológico, avanza silencioso al encuentro. Belén detiene su "mountain-bike".

Los ciclistas que esquivan a los temerarios viandantes saltando y cayendo aquí y allá por parterres y asfalto. Eso parece el Tour de Francia. La ambulancia que va de urgencia al hospital no detiene su tránsito y al barullo va directo. Andrés, el conductor del autobús, en cambio, detiene su vehículo ante la mirada asustada de todo el que anda por allí. Andrés llama a la central y avisa "estoy en un follón".

Todo vuelve a la normalidad paulatinamente, excepto el vehículo de socorro. Pablo, in extremis, detiene la ambulancia con un aparatoso giro provocando la salida del paciente alucinado en camilla rodada. El pobre hombre, llamado Serafín, se agarra a la camilla como puede mientras grita "será el fin, será el fin". Los solidarios ciudadanos allí presentes detienen con autoridad y poderío el tránsito de vehículos y litera rodante. Aparece policía motorizada y, en un visto y no visto, arreglan el estropicio.

En muy poco espacio cuento un sinfín de ruedas diferentes... La rueda ha sido un gran progreso para la humanidad.

viernes, 9 de abril de 2010

Exposiciones

Isidoro, ese era su nombre y Juan y María eran los de sus padres. Unos verdaderos entusiastas del arte. Los progenitores de Isidoro lo llevaban a todas aquellas exposiciones artísticas o culturales que tenían lugar en la ciudad, y cuando digo a todas, es a todas. El niño parecía un auténtico crítico de arte.

La exposición de aquel día iba sobre un maestro de los bodegones. Juan y María llevaban en su manos sendos catálogos donde se recogían algunos datos interesantes sobre el artista, Ignacio Malarraya, y las obras expuestas. Isidoro me llevaba a mí.

El lugar estaba concurrido, no sé si por el talento de Malarraya o por el copioso pica pica que deambulaba sobre las bandejas a manos de impolutos camareros. A los visitantes, de tanto comer y de tanto opinar sobre lo que veían, se les secaba el gaznate y por eso, otros inmaculados camareros saciaban sus bocas con abundante cava. Total que, después de una hora de arte, uno no sabía que estaba viendo... una obra pictórica o bien el estuco blanco de la pared.

Mientras Juan y María hablaban sobre lo divino y lo humano, Isidoro cerca de ellos los esperaba pacientemente en una silla leyendo un divertido y ameno libro de Piratas. En un momento de aburrimiento, Isidoro se fijó en Evarista, una señora de pelo blanco, arreglada hasta decir basta, que se desplazaba a paso ligero por la sala. Su rostro reflejaba una lucha interna, lo cuál llamó más la atención del niño. En seguida se dio cuenta lo que le sucedía a la dama de alto copete. Sufría incontinencia urinaria.

Isidoro rompió a reir descontroladamente al ver la situación y para hacer partícipes de su descubrimiento a todos los asistentes señaló con el dedo a la desdichada mujer. Evarista descubierta corrió y corrió hasta los urinarios dejando todo un rastro algo evidente. Gracias a la eficiencia de los servicios de limpieza del local, el incidente fue borrado rápidamente aunque no las sonrisas que siguieron dibujándose en algunas caras.

Juan y María, para variar, no compraron nada ese día. Cogieron a su niño y abandonaron la exposición. De hecho, Malarraya no vendió mucho, sólo un cuadro que adquirió Evarista, no adivino si por gusto o por compromiso.

El hecho es que dos calles más allá de la muestra artística habían unos maestros callejeros del pincel, bote y brocha pintando una pared gris de hormigón. Éstos se refrescaban la garganta con cerveza latera. Los dibujos tenían verdadera gracia. Y he aquí que Juan, María e Isidoro fueron testigos de lo poco comprendido que era el arte, ya que una brigada policial corría tras los anónimos artistas que, alertados, pusieron pies en polvorosa.

jueves, 8 de abril de 2010

Hermanos

Un día de invierno, Silvia me llevó a su casa ya que era una apasionada de los libros de piratas. Silvia compartía habitación con su hermana mayor Helena. Entre las dos existía una diferencia de edad de 8 años, bastante tiempo para algunos, pero no para Silvia y Helena que mantenían una relación excelente. Conexión que no sucedía entre las pertenencias de cada una de ellas, distribuidas por todo el cuarto en un perfecto caos. Es por ello que yo, un libro infantil pirata, acabé junto a un libro para adolescentes llamado "Crepúsculo". La verdad es que daba susto sólo verlo. Era más grande que yo, mucho más.

Pues bien, la primera noche que estuve en casa de Silvia y Helena, no pude echar ojo por culpa de mi tétrico compañero de cuarto. "Crepúsculo" imponía sólo con su presencia, todo negro, misterioso y monotemático: el vampirismo. Habían vampiros por todas partes, aquí, allá... la verdad es que la cosa estaba muy afilada.

Piratas y chupasangres no pegan ni con cola. Eso todo el mundo lo sabe. En un momento de la noche y, cuando ya dormían Silvia y Helena, se oyó una voz de ultratumba. Era "Crepúsculo". ¡Ay madre!, ¡ay madre!... que éste se despierta y cena Piratas al pil-pil -pensé yo-.

- "Tú, el nuevo -dijo él- ¿has visto a mis hermanos?". 
- "¿Hermanos?, ¿qué hermanos?, ¿un libro puede tener hermanos?" -me pregunté yo-. "Crepúsculo", con imponente voz continuó:
- "Formo parte de una trilogía y no logro encontrarlos por ninguna parte".
- "Pues con los oscuro que está aquí no vas a ver tres montados en un burro" -contesté yo.
-"Veo en la oscuridad, leo la mente..., o sea, que no hables pequeño pirata, si no quieres despertar a Helena y Silvia. Tienen muy mal despertar y eso sí que asusta. A partir de ahí tuve una conversación muda.

"Crespúsculo" me dijo que los vampiros de hoy en día no eran como los de antes. Los modernos sólo muerden cuando el guión así lo exige. Mi compañero de habitación era un romántico rematado que debía cargar con la fama de Drácula y Nosferatu. No era justo.

En las noches siguientes continuamos hablando de muchas cosas, pero había un tema recurrente: la familia. La preocupación por sus hermanos menores crecía en el interior de "Crespúsculo". Se sentía impotente. Yo, por mi parte, intentaba animarlo con un "todo se arreglará, ¡ya verás!"

La jornada siguiente era una fecha señalada, sería el cumpleaños de Helena. Sus padres escondieron en la habitación un paquete algo voluminoso. Era un regalo. "Crepúsculo" me dijo que notaba una presencia, una fuerza en el interior de ese presente, como no había notado en mucho tiempo. Yo tenía los nervios alterados con tanto suspense, fuerza y presencia.

A la mañana siguiente, a Helena le dieron el misterioso regalo. Eran libros, tan negros como "Crepúsculo". Se trataban de "Luna nueva", "Eclipse" y "Amanecer", los hermanos pequeños de mi compañero de cuarto. La familia estaba por fin unida. Todos eran uno. Yo volví de nuevo a la biblioteca con una experiencia nueva y, por supuesto, un amigo más con el que poder contar.

sábado, 3 de abril de 2010

Matemáticas y otras cosas

Que las matemáticas son duras para los más pequeños y no tanto, desgraciadamente es un hecho. Por eso, en la biblioteca tenemos un "todoterreno" llamado Federico. Aunque los niños y niñas que le consultan de todo y más, le llaman "Fede", profe o señor profesor, dependiendo de la confianza depositada en él.

Federico es un joven profesor de Primaria que asiste a los más jóvenes en aquellas dudas que les surjan, siempre y cuando, sea lunes, miércoles o viernes y, siempre de 5 a 7 de la tarde. No es usual este tipo de servicio en una biblioteca pero ya se sabe, una entidad pública debe adaptarse a todos sus usuarios, incluso los más jóvenes, especialmente a éstos.

Federico es un individuo paciente, tranquilo, inalterable, fiable y que siempre, habla con voz pausada. Sabe de matemáticas, lenguaje, sociales, música...en fin, de todo. Para los niños es un héroe sin parangón que se halla a su disposición en la misma sección, la de infantil.

La sección de infantil de una biblioteca algo alterada está siempre. Ya se conoce, los niños, son niños. Un miércoles que Federico no iba muy fino se le juntaron en la sala Mercedes, Inés, Lucía, Pedro y Miguel, cinco niños y niñas con cientos de preguntas y dudas de todo tipo. ¡Ay, pobre Federico! Los respectivos padres los fueron "aparcando" uno a uno en la sala de infantil de la biblioteca, mientras ellos realizaban las compras en la plaza cercana.

Mercedes va ejercitando la caligrafía, Inés intenta descubrir el significado de corcheas y semicorcheas, Lucía escribe una y otra vez números sin ton ni son, mientras Pedro y Miguel,que van por su banda, se preguntan mutuamente el nombre de los ríos de España. Todo está controlado.

Mercedes pregunta a Federico por que debe hacer caligrafía y Fede responde. Ella que vuelve a cuestionar y Fede simplemente remite a los ejercicios sin más. Inés retiene a Federico y pregunta la diferencia entre la corchea y la semicorchea. Fede responde concisamente por qué el dolor de cabeza que tiene cobra fuerza irremediablemente. Lucía sonríe y grita: "Profe, me pregunta la tabla del 7". Fede silencia con un gesto a Lucía y confirma con la cabeza. Pedro y Miguel han pasado de los ríos a las capitales de provincias españolas.

En un visto y no visto, Mercedes pinta el pentagrama de Inés ya que está harta de aburrimiento. Ésta última grita enfurismada y aparta el maltrecho cuaderno musical mientras con la mirada busca el amparo de Federico que, en ese momento, oye el 7x9, 63 de Lucía y, al mismo tiempo, atiende a la discursión que se dispara entre Pedro y Miguel, sobre si Logroño es la capital de Navarra o de La Rioja. Esa mesa de colorín parece el Parlamento en pleno debate de la nación. Fede no puede más. Grita impaciente, intranquilo y alterado ¡Silencio!, ¡silencio!

Los padres que aparecen en pack, recogen sus pequeños mientras miran reprobando la actitud de Federico. En un instante, el profesor maltrecho se queda solo, sentado y desquiciado en una pequeña silla naranja con los pies asomando por el extremo opuesto de la mesa. Los niños y niñas a coro se despiden de Federico con un ¡hasta el viernes, Fede!  

miércoles, 31 de marzo de 2010

Exámenes

En época de exámenes la biblioteca se llena hasta la bandera, pero no por un impulso lector incontrolable sino debido a que, quien más o quien menos, alguna prueba debe realizar.

En esos días, cuando abren la biblioteca, los estudiantes corren como liebres en busca de asientos libres para ellos y para sus respectivos amigos que, normalmente, llegarán una hora después.

Alrededor de las largas mesas rectángulares se reúnen numerosos estudiantes que esparcen sus apuntes, libros varios, libretas, sin olvidar, claro está, los bolígrafos, lápices y otros utensilios. Utensilios como ordenadores portátiles de última tecnología, móviles que reciben llamadas o mensajes cuando debieran estar desconectados, además de ipods o walkmans conectados a sus propietarios con el fin de estar aislados y lograr mayor concentración en lo que estén haciendo.

Isaias era un estudiante, entrado ya en años, y sus herramientas de estudio se reducían a papel, bolígrafo y gafas, ya que tenía la vista cansada. Un día, ante nuestro maduro alumno estaba Lucas, que ya llevaba unas horas de estudio y que estaba decidido a tomarse un descanso. Al lado de éste, se encontraba Estrella, una aplicada pupila que justo acababa de llegar y que desplegaba su portátil. Los cables de éste se sumaban a los ya existentes formando sobre la mesa un manojo interminable en busca del enchufe perdido.

Todos los estudiantes estaban frente a sus respectivos terminales tecleando sin parar. Algunos de ellos escuchaban música y los menos tarareaban sin reparos la letra, a pesar de los reiterados avisos de silencio. A todo eso, suena la banda sonora de Star Wars que surge del olvidado móvil de Lucas que, en ese momento, decansa.

Isaias que está muy lejos de la última tecnología, alza la vista y resopla, escucha los múltiples teclados usándose, oye los cantantes frustrados, además de la melodía de La Guerra de las Galaxias. Isaias está que trina. En ese momento, la luz abandona la biblioteca y todo queda interrumpido. Los ordenadores quedan mudos y ciegos, los estudiantes enojados, el móvil cantarín calla y una ligera penumbra se hace dueña del lugar. Isaias, como si nada hubiera pasado, reanuda su lectura con una sonrisa en la boca armado de papel, bolígrafo y gafas.

lunes, 29 de marzo de 2010

Relaciones

Existen múltiples relaciones. Las hay de amor, de odio, de simple amistad, durareras, breves, interesadas. Un sinfín de correspondencias porque, en definitiva, el ser humano es una animal social. Bueno pues, entre nosotros - los libros - también se establecen afinidades, sobre todo, aquí en la biblioteca. 

Cuando llegas aquí por primera vez, te sientes extraño, fuera de lugar. Miras hacia todas partes perdido hasta que los libros que te rodean se interesan por tí, o bien tú mismo decides abrirte a los demás. Normalmente, los que están a tu alrededor en una biblioteca hablan sobre una misma temática y eso, precisamente, nos ayuda a romper el hielo.

Ese podría ser el caso de dos clásicos de la literatura: Ana Karenina y Los tres mosqueteros. El uno junto al otro siempre han estado y como dicen algunos "el roce hace la amistad".

Ana Karenina siempre ha tendido hacía lo melodramático mientras que en Los tres mosqueteros, aventura e intriga es todo uno. Son libros de relaciones humanas y ambos establecieron una asociación muy fuerte acentuada por el hecho de que ni uno ni otro salían mucho de la biblioteca. No eran libros de moda.

Un día Blas, uno de los responsables de la biblioteca, apareció por nuestro pasillo con el carrito gris. Todos temblabamos como flanes. Todos sabemos que quien entra en esa furgón no vuelve jamás. Es toda una intriga dónde van. Los pasajeros son libros jubilados.

Tristeza fue el sentimiento que embargó a Ana Karenina cuando Blas cogió, de forma certera y sin apenas resistencia, al libro de Dumas. No pudieron despedirse. Horas y días juntos, tapa con tapa, lomo con lomo y ahora... la pura soledad, una soledad desconocida, silenciosa y aterradora. 

El vehículo gris e impersonal se alejaba con un ligera estridencia de las pequeñas ruedas al rodar como si fueran las voces de los libros que iban a bordo. 

Llegó la noche. Todos oíamos los sollozos lastimeros de Ana Karenina al ver desaparecido su confidente. Era desesperante y desolador. En un momento, en un instante, Ana Karenina de Tolstoi cayó al vacío despedazándose en fragmentos de variopinto tamaño. Todos nos sorprendimos y fuimos testigos de como Ana Karenina siguió los pasos de Los tres mosqueteros, de cómo entró en el carrito gris y salió de nuestras vidas para siempre.

sábado, 27 de marzo de 2010

El cómic

Las reuniones de amigos son siempre celebradas. Ese es el caso de Santiago, Ramón y Nuria. Estos encuentros eran breves e intensos y todos empezaban en la misma esquina de siempre. Los recorridos eran tan breves como el trayecto de casa al colegio y tan intenso como lo eran las historias contadas por Nuria.

Nuria, una niña que sobrepasaba en altura a sus dos amigos, era una chica avispada y con una viva imaginación que, normalmente, deleitaba a sus acompañantes con historias de lo más sorprendentes. Ese día, Nuria me llevaba de su mano. Santiago era un delgado niño y un verdadero forofo de los cómics. Por su parte, Ramón era un niño serio que no estaba para cuentos, historias y mucho menos cómics.

Ese día, Santiago llevaba en sus manos un cómic que estaba protagonizado por una banda de ladrones que perpetraban un atraco en un supermercado de barrio. El escualido niño, de camino a la escuela, iba explicando el tebeo a sus compañeros al mismo tiempo que hojeaban el preciado ejemplar. 

En ese momento, un gran alboroto se desató en la vía pública. Cuatro malhechores salieron en estampida del supermercado "Pepito", muy conocido en la zona. Los niños, petrificados y con ojos como platos, ven la secuencia como si de una tira de cómic fuera. Santiago exclama ¡Anda!, Nuria que dice ¡Vaya! y Ramón, asustado y con apenas un hilo de voz, interpela a sus amigos con un ¡vamonos!, ¡vamonos!... y quienes se van y desaparecen son los ladrones con el botín entre manos.

Los medios de comunicación aparecen en tropel buscando algunos testigos del hecho para poder entrevistar. Nadie se ofrece, excepto los tres amigos ya recuperados del susto que, por olvido o inconsciencia no asisten a la escuela. Y ya los tenemos allí ante las cámaras, micrófonos, cables y reporteros varios a Santiago, Nuria y Ramón.

Tras el periplo televisivo y radiofónico ya es hora de comer y vuelven cada uno a su casa. Ya están en la esquina donde siempre se reúnen. En un instante, Santiago se detiene y nervioso abre el cómic. Sus amigos extrañados lo miran y asombrado él muestra la viñeta final donde aparecen dos niños y una niña en una esquina mirando un cómic. Exactamente igual que ellos en ese preciso momento. ¡Canastos! - exclama Santiago - ya lo dice mi padre... la realidad supera la ficción.

miércoles, 24 de marzo de 2010

El cuentacuentos

A nosotros, los libros, nos gusta mucho que nos lean, ya sea en la cama, de pie, por la calle, en el sofá, en fin... de todas maneras. Pero lo mejor de todo es cuando Segismundo nos visita en la biblioteca.

Segis, como le gusta que le llamen, es un cuentacuentos infantil. Él siempre lleva un baúl lleno de libros y demás artilugios que utiliza para contar los cuentos a los atentos niños y niñas.

Segis, aquel día eligió Robinson Crusoe para protagonizar su intervención. Pronto, los menores se arremolinan alrededor del cuentacuentos ávidos de las palabras de Segis. Nosotros, los libros también disfrutamos del momento. 

Segismundo interpreta el papel a las mil maravillas. Los niños comienzan a abrir la boca hipnotizados por el relato y el responsable de la biblioteca, Damián, comienza a adormecerse en su cómodo asiento. Adrián, uno de los niños, no escucha el relato... ¡lo vive!

Segis, metido en la historia, cuenta como Robinson, para no perder la noción del tiempo, marca con rayas los días que pasa en la isla. Adrián está recostado sobre una blanca pared y, casualmente, su mano sostiene un negro rotulador. La tragedia se masca. Segis cuenta uno, dos, tres, cuatro, cinco... y Adrián marca uno, dos tres, cuatro, cinco. Cinco negros palotes sobre la blanca e impoluta pared. El desastre coge cuerpo.

Segis ve el grupo de pequeños oyentes y observa al fondo, de pie, como sonríe Adrián. Segismundo lo mira extrañado pero continúa con el relato. Adrián empieza a correr como un auténtico Robinson enloquecido al grito de ¡soy Robinson!, ¡soy Robinson!

Exhaltado, Damián, el adormecido responsable de la biblioteca, salta de la silla y tras el pequeño Adrián va. Adrián, Damián, Damián, Adrián... Nadie sabe quién persigue a quién, pero todos los pequeños se lo pasan como nunca. Ríen y ríen sin parar.

Cuando la situación se tranquiliza, Adrián muestra orgulloso su obra de arte. Segis y Damián miran los cinco palotes. El primero inicia la retirada recogiendo sus utensilios, el segundo lo sigue con la mirada, en absoluto, amistosa.

Esa tarde, será la última que Segismundo cuente historias en la biblioteca; Damián se pasará algunas horas frotando la manchada pared y Adrián le dirá a su madre, Ángela, que de mayor quiere ser dibujante o, mejor, náufrago como Robinson.

sábado, 20 de marzo de 2010

Iván, el indigente

Una mañana cuando estaba en recepción fui testigo de algo inusual. Todo empezó cuando Iván, un indigente, de mediana edad entró en la biblioteca con paso dubitativo. Su vestimenta era algo desharrapada y, en general, poco aseada.

Iván dirigió sus pasos hacia la sala de lecturas poblada por revistas, periódicos y personas de la tercera edad. Los lectores habituales dirigieron instintivamente sus miradas hacia el recién llegado. Las habían desagradables, curiosas, indiferentes, sorpresivas, extrañas... lo que se acentuó más cuando el indigente cogió una publicación titulada "El Gourmet. La revista del buen gusto y las buenas maneras".

Iván se sentó en una cómoda butaca situada en una zona soleada. Al lado del inusitado lector estaba Gertrudis, una señora oronda que respiraba entrecortadamente. Al poco rato, la respiración se tornó más ostentosa y su rostro se volvió más enrojecido. Le faltaba claramente el aire. Iván que la mira, se avalanza sobre ella, la estira sobre el suelo y le presiona el pecho en un visto y no visto... y la concurrencia que lo observa boquiabierta reacciona con mayúscula sorpresa. Los unos que se echan sobre Iván con claras intenciones hostiles, otros que corren en busca de los responsables de la biblioteca y los menos que, desde sus respectivas butacas, gritan socorro, auxilio como quien grita cupones para hoy.

Mientras tanto, Gertrudis pasa del rojo al morado. Iván presiona con sus dos manos el pecho de la víctima, y sobre él caen, como piedras, unos puños temblorosos que le castigan la maltrecha espalda. 

Iván, de repente cambia la presión manual por el boca a boca con pericia médica. Los responsables de la biblioteca acuden raudos y veloces al tumulto de gente canosa. Éstos que se separan. Iván que se aparta de Gertrudis y ésta que empieza a respirar y recuperar color. Todos sorprendidos, son testigos de algo que ha sucedido en breve espacio de tiempo. El indigente, extenuado por el esfuerzo, mira a su alrededor y exclama "tranquilos todos, soy médico".

martes, 16 de marzo de 2010

Gotitas

Una casa no son simples paredes, cada una de ellas tiene su propia personalidad e intrínsecamente ligadas a quienes las habitan. las hay pequeñas, las hay grandes, también clásicas o modernas, ostentosas o austeras, en definitiva, infinidad de estilos.

En cuanto a las familias se podría decir lo mismo, las hay de muchos tipos. Sin ir más lejos, recuerdo una familia compuesta por dos abuelos, Serafín y Amalia, y un niño de 9 años llamado Rodolfo.

A este niño tímido le encantaba que sus abuelos le leyeran un cuento de piratas antes de ir a dormir, de esa manera, Rodolfo disparaba su imaginación recreando los ataques de los malvados filibusteros en las bravas agua del mar.

Un día cortaron el agua del edificio de Serafín y Amalia por trabajos de mantenimiento rutinarios. Los vecinos de arriba se fueron, con tan mala suerte, que dejaron abierto un grifo. Cuando se restableció el servicio, al rato empezó a filtrarse humedades por el techo del comedor. Ni los abuelos ni, por supuesto, Rodolfo se dieron cuenta.

El desastre se desencadenó mientras Serafín, Amalia y Rodolfo estaban degustando una sabrosa sopa de pescado, absortos cada uno en sus pensamientos y ajenos a lo que se les venía encima. En el comedor había una gran y antigua lámpara que colgaba del techo ahora apagada. De repente, por la lámpara empieza a caer agua tímidamente, más tarde el goteo se intensifica. Nadie se da cuenta. Serafín lleva más tiempo de lo normal comiendo sopa y todavía no ve el fondo del plato, Amalia mira la televisión ensimismada y Rodolfo me curiosea sin más.

Se oye un crujido, los tres miran arriba con cara boba,luego de susto mayúsculo. Cae pintura descascarillada, agua y más agua. Rodolfo se imagina las aguas bravas del mar de piratas y sonríe mientras el plato de sopa del abuelo se vuelve a llenar.

Los abuelos salen corriendo al rellano y allí, precisamente, se encuentran con los vecinos de arriba. Amalia grita:¡agua!, ¡agua! y Serafín al unísono increpa a sus vecinos "¡Cerradla!, ¡cerradla!"

Al poco el agua deja de filtrarse. Serafín, todavía nervioso, llama al seguro y poco a poco todo vuelve a la normalidad.


Al final del día, Amalia le cuenta a Rodolfo la resabida historia de piratas como todos los días... bueno, como todos los días no porque es Amalia y no Rodolfo quien se duerme conmigo en el regazo.

domingo, 14 de marzo de 2010

El colgado, los ancianos y los turistas de la Sagrada Familia

Cerca de la biblioteca está la Sagrada Familia, abarrotada de turistas de todo tipo y color. Japoneses con sus sofisticadas cámaras y trípodes; nórdicos en pantalón corto y mangas de camiseta, aún cuando la temperatura ambiental no es la más idónea para ir con semejante vestimenta; por no mencionar los colorados alemanes, altos y corpulentos, o los ancianos que van en tropel al asalto de monumentos de turno, curioseando nerviosamente todo lo que encuentran y hablando a gritos.

Un día al pasar por delante de la Sagrada Familia de la mano de un niño y ante tan fenómena y variopinta concurrencia, un joven decidió descolgarse con una pancarta reivindicativa de una de las grúas del monumento de Gaudí.

Un alboroto sin igual se despertó entre el respetable.

Una anciana que grita: "Ozú! Que espanto, qué vertigo". 

Otra le responde: ¿Qué dice? No a qué...¡Virgen del amor hermoso!

Eustaquio, uno de los ancianos del grupo de la tercera edad, que no quiere perderse la comida pactada en la excursión organizada, grita: "Ay madre, que el "chalao" éste nos va a hacer ir malamente". Al tiempo que mira a un alemán de metro noventa y le pide que llame a la policía, a los bomberos y a los GEOS si hace falta. Todo para no perder su ágape.

Los extranjeros que no dejan de sonreír y de asombrarse ante tamaño espectáculo, el de arriba y el de abajo y que además no entienden una palabra, alternan la vista entre el joven colgado en las alturas y los ancianos que se hacen oír a 200 metros a la redonda.

Llega la policía, ambulancias y demás servicios de socorro y rescate; unos para detener al joven aventurero y los otros para sumarse al grupo de curiosos y al circo que se ha montado. Al rato, el joven desiste de su actitud y es conducido a comisaría.

Elduvigis, otra de las ancianas que de tanto mirar hacia arriba, comienza a padecer de cervicales y gimotea: "Ay Dios mío, que se me va la cabeza, que se me va". Los operarios de la ambulancia acuden prestos a socorrerla y al vuelo la cogen y la tienden en una camilla que vuela hacia la ambulancia y en un santiamén en el hospital están Elduvigis, Eustaquio y el resto de ancianos. "Ya está bien por hoy-dice Filomeno resignado, uno de los ancianos del grupo- ya está bien".

sábado, 13 de marzo de 2010

El libro de biblioteca (II)

Soy un libro de piratas y os dije dónde se encuentra mi domicilio habitual, la biblioteca, aunque no siempre me encontraréis allí. A menudo estoy de viaje, de turismo dirían algunos.
Soy un volumen muy atareado, yendo de una casa a otra, de un niño a otro... sin olvidar a las niñas. Ellas también me leen.
Entre mis compañeros de letras, a menudo lo comentamos: "Es buena señal cuando uno sale mucho de la biblioteca. Uno resulta interesante... chic".
Cuando salgo, me despido de mis compañeros de estantería ya que, normalmente, no vuelvo hasta después de 15 días. En algunas ocasiones a algunos niños y niñas se les va "el santo al cielo" y se olvidan de devolverme a la biblioteca. Otros, los menos, prorrogan mi estancia en sus casas porque no han acabado de leerme bien. No me extraña, la verdad, con lo estresados que van con deberes de escuela y actividades extra escolares, cualquiera se pone a leer.

viernes, 12 de marzo de 2010

El libro de biblioteca (I)

Me gustan las aventuras pero sobre todo me gusta contarlas.
Actualmente vivo en Barcelona, concretamente en el barrio de la Sagrada Familia.
Resido en la primera planta de la Biblioteca de la Sagrada Familia, sección infantil, apartado novela de aventuras y soy... un libro.
Desde mi estantería, la quinta desde el suelo, veo el edificio de enfrente donde, de vez en cuando, alguna anciana mira por la ventana o se asoma alguien a tender la ropa en el balcón.
Los días que hace buen tiempo son mis preferidos.
Esas soleadas jornadas, cuando la claridad entra a través de las grandes vidrieras de la biblioteca, me relajo mucho, incluso me llego a adormecer. Pero no os creáis que soy el único, aquí, en este centro de cultura, el dios Morfeo visita a libros y lectores, sobre todo a los abuelos que acompañan a sus nietos después de ir a recogerlos al colegio.

Mensaje de bienvenida

Hola a todos,

Supongo que en los días que vivimos, yo debo ser de esas personas que hasta ahora vivía tan tranquilo sin tener que alimentar un blog con mis pensamientos o reflexiones personales.

Esta semana lo he estado pensando seriamente y me he decidido a crear mi blog. Se titula "Cuentos y relatos" y con ello, quiero dar rienda suelta a una afición de juventud que, por circunstancias, no he podido desarrollar todo lo que a mí me hubiese gustado. Así que aquí me tenéis.

El objetivo es ir escribiendo historias cortas, cápsulas de lectura por así decirlo. Reflejar en este blog historias rápidas de leer para adultos y para jóvenes.
Espero haceros pasar un rato ameno.
 
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